Los libros de mi tío Jorge
“En la historia, las aguas estancadas, sean las de la costumbre o las del despotismo, no toleran la vida; la vida depende de la agitación que realizan unos pocos individuos excéntricos. En homenaje a esa vida, a esa vitalidad, la comunidad debe aceptar ciertos riesgos, debe admitir una porción de herejía...Debe vivir peligrosamente, si es que quiere vivir”. (Herbert Read)
Fue una tarde del año 1997, creo. Estábamos en la casa de Pasaje Newbery. La casa de la Tota y Pascualito Ferrario, mis abuelos, que estaba por ser vendida por motivos que no vienen al caso. Yo fui con mi amigo el Mono. Era domingo, en la ciudad de Rosario. Y llevamos dos palas de punta. Antes de vender la casa queríamos desenterrar el tesoro que había escondido en ella. ¿Tesoro? . Preguntarán. ¿Joyas?. ¿Dinero?. ¿Oro escondido?. No, era algo mucho más valioso que todo aquello. Ibamos a desenterrar los libros de mi tío, Jorge Raúl Ferrario, asesinado por la Triple A, en Buenos Aires, el 18 de febrero de 1976, junto a otros tres compañeros de OCPO (Organización Comunista Poder Obrero), libros que habían sido enterrados en el jardín de la casa, donde el Nono tenía los dos limoneros.
No tengo claro si los libros fueron enterrados después de la muerte de Jorge o días antes. Creo que fue después. Pero había un problema, los libros fueron enterrados en 1976 y estábamos en 1997, ya habían pasado veintiún años, los limoneros habían crecido mucho mientras la memoria de mi viejo, quizás a causa de querer olvidar todo aquél horror lo más pronto posible, no lograba tener bien en claro, después de tanto tiempo, a cuánta distancia del primer árbol habían sido enterrados. Mi viejo nos dijo al Mono y a mí: “Fíjense más o menos a un metro del tronco, yo recuerdo que hicimos poco menos de un metro para abajo, pusimos unos ladrillos debajo, arriba de ellos una gran bolsa con todos los libros, siendo tapados a su vez por otra hilera de ladrillos”. Mi vieja, que ayudó a mi viejo a enterrarlos, también tiraba los datos que recordaba.
Con el Mono cavamos y cavamos, hacía mucho calor, pero nada nos hacía parar aquélla tarea, hasta encontrar el tan preciado tesoro. Encontrar aquello era como encontrar poco a poco mis orígenes familiares, parte de mi identidad ideológica, y encontrar lo poco que había quedado de mi tío, luego de que la casa sufriera un allanamiento de la Triple A el mismo día del asesinato de Jorge, cuando ocho policías de civil tiraron la puerta abajo, rompiendo todo a su paso, y deteniendo a mi vieja que apenas tenía dieciséis años, al grito de “dónde está Ferrario”, “dónde está Ferrario”, mientras los fusiles fal apuntaban a la cabeza de mi vieja. Ese día la esposa de Jorge, mi tía, lo había llamado a mi viejo para decirle que Jorge había tenido “un accidente”, mi viejo ya se imaginaba lo que había ocurrido, y salieron con mi abuela, la Tota, para Buenos Aires. Mi vieja se quedó en casa, cuidando al Nono, su suegro, que estaba recién operado. Fue en ese momento que cayó la Triple A.
Por lo visto parece ser que aquellos animales no tenían bien el dato, porque o bien lo buscaban a mi viejo también, o no estaban enterados de que otro grupo de la Triple A lo había matado a Jorge en Buenos Aires. Mi vieja fue interrogada y no fue secuestrada por milagro. Aunque nunca se repuso de aquello, al punto de sentir casi ganas de vomitar al ver a cualquier policía, o de querer matarlos, sentimiento que me contagió y del que estoy orgulloso.
Eso había ocurrido veintiún años atrás. Como decía, seguimos cavando con el Mono, hicimos varios pozos, nuestras palas chocaban con las raíces del limonero sin hallar nada. El cansancio y el fuerte sol rosarino ya nos estaban agotando, di una de las últimas paladas, la que seguramente iría seguida de otro corto descanso para continuar cavando, cuando de pronto sentí que la pala mía chocaba contra algo macizo, duro. Saqué la pala, comencé a escarbar con mis manos, no veía la hora de tener esos libros. Fui sacando tierra, el Mono, quizás interpretando que su ayuda ya había concluido y que esa tarea debía ser seguida por mí, se hizo a un costado. El Mono quedó expectante, presto a dar cualquier ayuda, pero dejándome ese momento a mí.
Habíamos hecho quizás más de un metro de profundidad con nuestras palas. Al sacar lo último que quedaba de tierra, encontré la primera línea de ladrillos que había nombrado mi viejo. Comencé a tener taquicardia, el corazón me latía como si estuviera a punto de encontrar a mi tío. No me animaba a sacar esos ladrillos. Saber que debajo de ellos venía la bolsa con los mismísimos libros de mi tío, aquél hombre que había dado su vida por una idea, que fue objeto de culto y admiración durante toda mi adolescencia y que me marcó para toda la vida, gracias al cual soy lo que soy en gran parte, era algo muy fuerte para mí. Saqué los ladrillos, uno por uno, y comencé a notar con extrañeza, que entre la tierra y los ladrillos, había pedacitos muy pequeños de papel quemado, cosa que me llamó la atención. Saqué todos los ladrillos y la bolsa no estaba. Algo raro había pasado o mi viejo no recordaba bien cómo los habían enterrado junto a mi vieja.
Cuando saqué los últimos ladrillos, para mi desgracia, sólo había más tierra. No me dejé vencer, algo me indicaba que tenía que seguir cavando, no sé por qué, pero la cuestión es que tomé la pala, bajo la mirada del Mono que ya me miraba como quien mira a un extraño, y comencé a sacar tierra compulsivamente. No iba a parar hasta encontrar esos libros.
A medida que cavaba la tierra estaba más dura. Y cada vez con más frecuencia encontraba restos de papel quemado. Yo esperaba encontrar libros del Che, de Marx, lo que yo imaginaba que podía guardar mi tío y que los imbéciles de los policías buscaban como buenos inquisidores que son.
Las gotas de sudor inundaban mi frente, el pelo se me pegaba en la piel. La tierra se me pegaba en el rostro. Y estaba casa vez más profundo, con más restos de papel quemado, hasta que pasó lo mismo de antes. Mi pala chocó contra algo duro, era una nueva hilera de ladrillos. Pensé: “esta vez sí”, volvió la taquicardia, volvieron los nervios. Comencé a sacar más y mas tierra, y encontré un montón de pedacitos más de papel quemado. Cuando saqué lo último que quedó de tierra, encontré tres ladrillos, aún hoy lo recuerdo, después de varios años. Le grité a mi viejo: “papi, encontré los ladrillos”, mis viejos me miraban emocionados, mi viejo se atrevió a entrar al jardín como quien entra a una parte de la memoria que fue borrada por mucho tiempo, me dijo “dale, sacálos”. Saqué los tres ladrillos y para sorpresa mía, y de todos los que estaban ahí, encontré dos rosas rojas de plástico, cruzadas entre sí. Nadie entendía nada. Los famosos libros no estaban. Hasta que mi viejo comprendió todo. Y dijo: “éste fue Pascualito”, mi abuelo. Así nos dimos cuenta de todo.
Los hechos sucedieron de esta manera. Pocos días antes o después de asesinado Jorge, mis viejos enterraron los libros, por miedo a que la policía al allanar la casa, encontrara toda esa pila de libros considerados subversivos. Pero hay aquí algo de lo que nos dimos cuenta luego al encontrar las dos rosas cruzadas. Tras el asesinato de Jorge, Pascual, sabiendo que los libros estaban enterrados en el jardín, los desenterró, los quemó por miedo, y en homenaje a su hijo muerto colocó las dos simbólicas rosas rojas cruzadas, le puso los tres ladrillos arriba, llenó el pozo de tierra, puso la otra pila de ladrillos y tapó todo, sin que nadie se diera cuenta de ello. El dolor del Nono, al perder a su hijo, fue tremendo. Pascualito, vivió con humildad hasta el último día de su vida, y se llevó a la tumba el secreto de los libros. Nunca nos dijo nada, murió en 1988, cuando yo apenas tenía ocho años, pero dejó esas dos rosas cruzadas, símbolo que hoy comprendo más.
Saqué las rosas del pozo con cierta desazón, y las guardé cariñosamente con mis libros y algunas cosas de Jorge, que tengo en un mueble de mi habitación. La casa se vendió poco después. Y ahora, pasados los años, me doy cuenta de que esas dos rosas quizás valían mucho más que los libros, que pese al terror, al asesinato legalizado, a las dictaduras, a las torturas, seguirán siendo impresos, en nuevas tiradas, para nuevas generaciones de jóvenes que retomarán la tarea de los que murieron por una idea.
A mi prima Bárbara.
Juan Manuel Ferrario, Rosario, 22 de enero de 2009.
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